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viernes, 8 de marzo de 2013

EL DÍA QUE LEVANTÉ LA VOZ

El día que levanté la voz
Nosotros simplemente tenemos que bajar nuestras cabezas y trabajar en silencio. Muchas veces me mantuve callada y no defendí a un compañero de trabajo, pero una vez sí levanté la voz.
Testimonio recogido en Oxnard, California, por David Bacon
Traducción: Paulina Santibáñez
Lucrecia Camacho
Lucrecia Camacho y tres de sus nietos, Timoteo, Arón y Génesis
Hieronyma Hernández, inmigrante mixteca y recogedora de fresas en Santa Maríak Strawberries in a Santa Maria Field
Un supervisor pesa la canasta de fresas para ver si la aprueba
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Lucrecia Camacho es de Oaxaca y habla mixteco, una de las lenguas indígenas y de las culturas de México que existían antes de que llegaran los españoles. Hoy vive en Oxnard, California. Debido a su edad y su mala salud ya no trabaja en una granja, pero vivió muchos años en los campos de fresas de Oxnard y, antes de eso, en los campos de algodón del norte de México.
Ella cuenta su historia:
Nací en un pequeño pueblo llamado San Francisco Higos, en Oaxaca. He trabajado toda mi vida. Empecé a trabajar en Baja California cuando era una niña. He trabajado en el campo toda mi vida porque no sé escribir ni leer, nunca tuve la oportunidad de ir a la escuela. Ni siquiera sabía cuál era mi propio nombre hasta que necesité un certificado de nacimiento para el papeleo de amnistía de inmigración, cuando vine a los Estados Unidos.
Cuando tenía siete años mi madre, mi padrastro y yo hicimos autostop de Oaxaca a Mexicali, donde vivimos dos años. Pasé mi infancia en Mexicali durante los años de los braceros. Los veía pasar en su camino a Calexico, del lado de Estados Unidos. Pedía limosna en las calles de Calexico y ellos me lanzaban pan y frijoles enlatados cuando iban de regreso a casa. También pedía limosna en Tijuana. No me apena compartir esto, pues así fue como crecí.
Comencé a trabajar cuando tenía nueve años. Recogía algodón en Culiacán; después fui a trabajar a Ciudad Obregón, Hermosillo y Baja California. Me pagaban tres pesos al día. Desde entonces he pasado toda mi vida trabajando.
Cuando tenía trece años, mi madre me vendió a un hombre joven, y estuve con él por ocho meses. Pronto me embaracé. Mis hijos siempre estuvieron conmigo. En Culiacán, mientras trabajaba ataba a mis hijos pequeños a una estaca clavada en la tierra. Trataba de trabajar rápido para que el capataz me diera permiso de atenderlos. En Estados Unidos hice lo mismo. Los llevaba conmigo al campo y les construía una pequeña tienda en la orilla. Cada vez que completaba una fila, los movía más cerca de mí y los observaba mientras trabajaba. Los alimentaba durante el tiempo de comida y se quedaban dormidos mientras seguía trabajando. Siempre fue así.
En Baja California ni siquiera teníamos un hogar, pero mi madre siempre estuvo conmigo. Era como si yo fuera el hombre y ella la mujer. Le daba todas mis ganancias. En México mis hijos se esforzaban en la escuela, pues nunca nos quedábamos en un solo lugar por mucho tiempo. Yo los sacaba de clases por uno o dos meses y después los hacía volver, cuando regresábamos. No fue sino hasta que llegamos aquí, a Oxnard, que pudieron ir a la escuela con regularidad. Así que no todos pudieron recibir una educación. Mi hijo mayor nunca lo hizo.

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